Por alguna razón, la distinguida dama doña Ana Obregón de Montoya y Etxeberría, mujer de posibles y hacendada, pensó que podía disponer a su antojo de la banda Don José Liquidadores. Ustedes son muy apuestos y jóvenes, les dijo claramente, como un vampiro preparado para chupar sangre fresca, esa que corre rápida hacia abajo por la garganta y el cuello. Puro plástico y caucho, siliconada e inflada tras tantos retoques de cirujano en su cuerpo, muchos hombres pagarían por dormir con esta señora, sí, porque era atractiva y desprendía dinero, ostentación, poder, y provocaba ideas horrorosas y salvajes, verdaderos espantos, como revolcarse con ella entre lujosas escenas de dormitorios barrocos o devorarla como cerdos en la piara, como hienas ante un cuerpo muerto. Los Liquidadores se santiguaron y decidieron ser valientes, por alguna razón, también vieron provechosa y de interés aquella amistad con el bello monstruo. ¿Qué edad tiene usted, doña Ana? Dejémoslo en 49 años, queridos amigos. Vestida con lindas prendas y joyas de peso, se presentó como protectora de jóvenes artistas y creadores, una mecenas del arte, editora de una revista sofisticada y rimbombante, “Impracabeza”, y decidida ahora a tratar con músicos que sacar de tugurios para llevarlos a auditorios y teatros de la República de México. Con el dinero uno hace lo que quiere, pensaron los Liquidadores, y le dijeron, Doña Ana, no se equivocará con nosotros, y aunque no somos ni tan jóvenes ni tan artistas, estaremos a la altura de sus expectativas. La señora Obregón contestó: me gustan Don José, son sinceros y sé que les gusta el olor de mi dinero. Yo también fui joven y artista como ustedes, sé lo que es buscarse la vida y frustrarse en el arte. Mi carrera como actriz fue un discurrir de esfuerzos sobrehumanos, de desprecios y aprovechamientos humillantes. Mi primer marido, ya muerto y Dios lo tenga en su gloria, me abrió las puertas del cine y después me las cerró cuando no le di ningún hijo. La herencia que me quedó la utilizo desde entonces para alentar a los jóvenes talentos que se entregan en cuerpo y alma al arte. No hablemos más doña Ana, ¿cuándo empezamos a trabajar? Mañana mismo pueden volar conmigo a mi ranchito en Álamo Gordo, Nuevo México, cerca de la frontera, donde encontrarán alimento y descanso, un hogar decente donde dedicarse a la creación, porque sé que aquí, en la capital, malviven entre San Andrés y Coyoacán, rentando un cuartito barato y derrochando en tabernas y timbas de apuestas. Le acompañaremos a su hacienda, señora Obregón. Bajo las luces rojas de la noche, vieron su perfecta nariz perfilada en retoques de experto cirujano, sus pómulos alzados y labios inflados, sólo ella y Dios saben qué más se habrá operado esta mujer y que no se ve a simple vista. Doña Ana pagó la cuenta en el restaurante donde estaban cenando y se despidieron hasta el día siguiente para encontrarse citados a las 12 del mediodía en el aeropuerto internacional Benito Juárez de Ciudad de México. De camino a casa, los muchachos se cruzaron con una puerta de cartel sugerente: tequila, baile, piñatas, peyote, muchas señoritas, cerveza, tacos y sombreros. Al día siguiente se encontraban en penosas condiciones, recogieron sus pocas pertenencias e instrumentos, y se presentaron en el aeropuerto con el aspecto de tres hombres que volvían de una guerra desmesurada y cruel. Somos así doña Ana, no nos pida explicaciones. En el ranchito de Álamo Gordo aguantaron pocas semanas, no supieron aprovechar el regalo que les daba la vida, las insinuaciones y exigencias de doña Ana eran cada vez más obscenas, no desarrollaron ninguna canción nueva, la vida norteamericana entre reses de ganado y anchas extensiones no les deparó aventuras ni sobresaltos, tomaron manía al pollo frito, y se apoderó de ellos la nostalgia de recordar sus paseos por el barrio de Coyoacán en el DF, con un clavel en la solapa, con gente amable y amigable, dispuesta a conversar con desconocidos. Ana Obregón, le dijo Don José a la bella dama, me ves aquí contigo y sufres, lo mejor es separarnos, y usted linda muñeca, disponga de otros muchachos a su antojo.
credits
from Al fin que para morir nacimos,
released December 24, 2013
Texto perteneciente al relato "LOS SUCESOS NOS PONEN EN NUESTRO SITIO": sobre cómo la banda Don José Liquidadores aterrizó en México y desarrolló allí su oficio con maestría hasta grabar las canciones que componen su primer trabajo "Al fin que para morir nacimos".
Rocknroll, fandangos y surf, para todo tipo de fiestecitas. Hacen garaje, psychobilly, y alguna que otra jota. También
spaguetti western endemonidado y cancionero latinoamericano.
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